CENIT: Esto y aquello
EL PASADO DE ALGUNOS DIVOS
Del genocidio español nadie habla, ni siquiera la izquierda hispana de nuestra época. Se habla del genocidio armenio, del genocidio judío, de los crímenes de Stalin y de los de Mao Tsé Tung (ó Mao Zedong), de los de Pol Pot, y pare usted de contar. Pero de los crímenes de Franco y del Ejército Nacional nadie habla, son unos crímenes cubiertos con el manto sagrado del misterio y del cinismo.
Fueron los historiadores británicos, con Hugh Thomas a la cabeza, los que comenzaron a dudar de la existencia de un genocidio español. Los británicos siempre están envueltos en líos empiristas. Claro, con el “Caudillo por la gracia de Dios” todavía mandando, el “interés nacional” de la Reina de Inglaterra debía justificar no tanto el futuro sino el pasado. La conclusión fue cínica en su esencia: “Pero los republicanos también mataron”. Lo que se les olvidaba decir era que la República había entregado sus armas en época tan temprana como 1939, en tanto que Franco seguía matando hasta que, Dios mediante, dejó de existir. Franco mató hasta el último día de su vida, no lo olvidemos.
El genocidio español comenzó entre el 17 y 18 de julio de 1936, y consistió en aniquilar canarios y peninsulares matándolos con lo que hubiera a mano. Decir que mataba una República herida de muerte, que respondía a los asesinos defendiéndose, es tanto como afirmar que el derecho a la legítima defensa es una equivocación de la civilización, y eso no lo han dicho ni los anarquistas, eternos amantes del progreso humano. En cada pueblo, en cada comarca, los asesinos violaron las normas más elementales del derecho de gentes; y, cosa curiosa, reivindicado, por contraste, por quienes, en ese momento, encabezaban el comité de milicias antifascistas de Cataluña: García Oliver y todos los demás.
De aquella matanza surgió el miedo colectivo y las historias individuales se volvieron a escribir hasta que, hoy, se descubre que hay pasados gloriosos que poco tienen de gloria y sí mucho de cuento. Con el advenimiento de la democracia, hasta Dionisio Ridruejo aparecería rumiando sus penas en un campo de concentración franquista; o cosas por el estilo. El falangista Ridruejo tardó muchos años en seguir “el espíritu de José Antonio Primo de Rivera” y ya, en ese entonces, Franco había ordenado quemar su vestimenta de Falange Española. Claro, ya los británicos habían hecho lo suyo: “La República también, etc.”
La democracia de la monarquía constitucional borbónica permitió, y en cierta forma, exigió, que se fabricaran los pasados de nuevo. En los años cuarenta si usted había votado en febrero de 1936 por un partido republicano casi seguro que fuera candidato a veinte años de cárcel. Pero en 1979 ya era más fácil hacerse de un pasado, simplemente leyendo las tapas de los libros que, en Paris, editaba “Ruedo Ibérico”. Fue de esa manera como surgieron “antifranquistas de toda la vida” como hongos venenosos.
A muchos de esos “antifranquistas” le tendió la mano el Partido carrillista; y el mismo Carrillo, en una operación bufa, se presentó en Madrid, extrañamente en el momento que los ultras exigían al Rey que “ni el PCE ni la FAI” fueran permitidos en la nueva era postfranquista. Pero muchos otros jamás serían descubiertos; sus cuentos eran coherentes, hasta cierto punto. En el maremágnum que para los españoles significó la década que va de 1936 a 1946, la información colectiva y, por tanto, la personal sigue siendo insuficiente. El hecho mismo de que el personaje que fungía de secretario general de la CNT en 1979 –posición que a varios le costó la vida o la cárcel en el pasado- haya resultado ser un embustero profesional y público, no puede pasar desapercibido. Debe haber muchos más. El tiempo lo dirá, seguro.
Floreal Castilla
Del genocidio español nadie habla, ni siquiera la izquierda hispana de nuestra época. Se habla del genocidio armenio, del genocidio judío, de los crímenes de Stalin y de los de Mao Tsé Tung (ó Mao Zedong), de los de Pol Pot, y pare usted de contar. Pero de los crímenes de Franco y del Ejército Nacional nadie habla, son unos crímenes cubiertos con el manto sagrado del misterio y del cinismo.
Fueron los historiadores británicos, con Hugh Thomas a la cabeza, los que comenzaron a dudar de la existencia de un genocidio español. Los británicos siempre están envueltos en líos empiristas. Claro, con el “Caudillo por la gracia de Dios” todavía mandando, el “interés nacional” de la Reina de Inglaterra debía justificar no tanto el futuro sino el pasado. La conclusión fue cínica en su esencia: “Pero los republicanos también mataron”. Lo que se les olvidaba decir era que la República había entregado sus armas en época tan temprana como 1939, en tanto que Franco seguía matando hasta que, Dios mediante, dejó de existir. Franco mató hasta el último día de su vida, no lo olvidemos.
El genocidio español comenzó entre el 17 y 18 de julio de 1936, y consistió en aniquilar canarios y peninsulares matándolos con lo que hubiera a mano. Decir que mataba una República herida de muerte, que respondía a los asesinos defendiéndose, es tanto como afirmar que el derecho a la legítima defensa es una equivocación de la civilización, y eso no lo han dicho ni los anarquistas, eternos amantes del progreso humano. En cada pueblo, en cada comarca, los asesinos violaron las normas más elementales del derecho de gentes; y, cosa curiosa, reivindicado, por contraste, por quienes, en ese momento, encabezaban el comité de milicias antifascistas de Cataluña: García Oliver y todos los demás.
De aquella matanza surgió el miedo colectivo y las historias individuales se volvieron a escribir hasta que, hoy, se descubre que hay pasados gloriosos que poco tienen de gloria y sí mucho de cuento. Con el advenimiento de la democracia, hasta Dionisio Ridruejo aparecería rumiando sus penas en un campo de concentración franquista; o cosas por el estilo. El falangista Ridruejo tardó muchos años en seguir “el espíritu de José Antonio Primo de Rivera” y ya, en ese entonces, Franco había ordenado quemar su vestimenta de Falange Española. Claro, ya los británicos habían hecho lo suyo: “La República también, etc.”
La democracia de la monarquía constitucional borbónica permitió, y en cierta forma, exigió, que se fabricaran los pasados de nuevo. En los años cuarenta si usted había votado en febrero de 1936 por un partido republicano casi seguro que fuera candidato a veinte años de cárcel. Pero en 1979 ya era más fácil hacerse de un pasado, simplemente leyendo las tapas de los libros que, en Paris, editaba “Ruedo Ibérico”. Fue de esa manera como surgieron “antifranquistas de toda la vida” como hongos venenosos.
A muchos de esos “antifranquistas” le tendió la mano el Partido carrillista; y el mismo Carrillo, en una operación bufa, se presentó en Madrid, extrañamente en el momento que los ultras exigían al Rey que “ni el PCE ni la FAI” fueran permitidos en la nueva era postfranquista. Pero muchos otros jamás serían descubiertos; sus cuentos eran coherentes, hasta cierto punto. En el maremágnum que para los españoles significó la década que va de 1936 a 1946, la información colectiva y, por tanto, la personal sigue siendo insuficiente. El hecho mismo de que el personaje que fungía de secretario general de la CNT en 1979 –posición que a varios le costó la vida o la cárcel en el pasado- haya resultado ser un embustero profesional y público, no puede pasar desapercibido. Debe haber muchos más. El tiempo lo dirá, seguro.
Floreal Castilla
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