El individualismo en el Anarquismo
Errico Malatesta
No pretendo hablar aquí de aquellos que, con llamarse individualistas, creen justificarse de cualquier acción repugnante y que tienen tanto que ver con el anarquismo como los esbirros con el orden público del cual se creen defensores, o como los burgueses con los principios de moral y de justicia con los que a veces intentan defender sus homicidas privilegios.
Tampoco pretendo hablar de aquellos anarquistas que se llaman “individualistas en los medios”, los cuales, en la lucha que hoy combatimos, prefieren, o exclusivamente admiten la acción individual, sea porque la creen más eficaz, sea por medidas de prudencia, o porque temen que una organización cualquiera, una inteligencia colectiva cualquiera, redundaría en menoscabo de su libertad.
Hablaré del individualismo como filosofía, como concepción general de la naturaleza de las sociedades humanas y de las relaciones entre individuo y colectividad, en cuanto aquel individualismo está profesado (a veces hasta sin darse cuenta) por parte de los anarquistas.
Hay quien se llama individualista por creer que el individuo tiene derecho a su completo desarrollo físico, moral e intelectual y debe encontrar en la sociedad una ayuda, no un obstáculo, para alcanzar el máximo de felicidad posible. En este sentido todos somos individualistas y en este caso no se trata sino de una palabra o de un calificativo más o menos que nosotros no adoptamos para que no origine confusiones. Y no tan sólo somos individualistas en el sentido susodicho los socialistas y los anarquistas de todas las escuelas, sino que lo son también todos los hombres de cualquier escuela o partido, puesto que el individuo es el único ser senciente y consciente, y siempre que se habla de goces o de sufrimientos, de libertad o de esclavitud, de derechos, de deberes, de justicia, etc., nos referimos y no podemos dejar de referirnos sino a los individuos vivientes.
A veces no se trata sino de una simple cuestión de palabras que no vale la pena de hacerla caso. Pero a menudo existe realmente una importante diferencia de ideas entre aquellos que repudian el individualismo e importa determinar esa diferencia porque son graves las consecuencias que de ella se derivan, a pesar de que los objetivos finales de unos y otros sean los mismos. No hay motivo ni razón para mirarse rabiosamente y tratarse como adversarios por más que, desde que los anarquistas se han metido a “filósofos”, se ha originado una confusión tal de ideas y de palabras. que ya no hay modo de saber si estamos o no de acuerdo; pero urge que nos expliquemos bien, siquiera para desembarazarnos para siempre de cuestiones abstractas que absorben la entera actividad de algunos anarquistas en detrimento del trabajo de verdadera propaganda.
Examinando todo lo que han dicho y escrito los anarquistas individualistas, descubrimos la coexistencia de dos ideas fundamentales, contradictorias, que muchos no afirman explícitamente, pero que en una u otra forma las hallamos siempre, y a menudo hasta en las ideas de muchos anarquistas que no suelen llamarse individualistas.
La primera de estas ideas consiste en considerar la sociedad como un agregado de individuos autónomos, completos en sí mismos, que no tienen razón de estar juntos sí no hallan su propio interés y que pueden separarse cuando hallaren que las ventajas que la sociedad les ofrece no compensan los sacrificios de libertad individual que la sociedad les exige. En suma, consideran la sociedad humana como si fuese una especie de compañía comercial que deja o tendría que dejar libre a los socios que forman parte de ella según sus conveniencias. Hoy, dicen los que así piensan, como algunos pocos individuos han acaparado todas las riquezas naturales o producidas, los demás vienen obligados a observar a la fuerza leyes impuestas por la sociedad o por los individuos que en la sociedad imperan; pero si la tierra, si los medios de trabajo fuesen libres para todos, y si la fuerza organizada de una clase no esclavizara al pueblo, nadie vendría obligado a vivir en sociedad cuando su interés le aconsejase diferentemente. Y como que una vez satisfechas las necesidades materiales la suprema necesidad del hombre es la libertad, cualquier forma de convivencia que exigiere el más mínimo sacrificio de la voluntad individual, tiene que repudiarse. Haz lo que quieras, tomado en el sentido más estrecho y absoluto de la frase, es el principio supremo, la regla única de la conducta.
Pero, de otra parte, admitidos el individuo autónomo y su absoluta, ilimitada libertad, se deriva que, apenas los intereses se hallan en antagonismo y las voluntades varían, surge la lucha, y en la lucha unos quedan vencedores y vencidos los otros y, por lo tanto, se vuelve a la opresión y a la explotación que quería evitarse. Por esto los anarquistas individualistas, que a nadie ceden en su ardiente deseo del bien para todos, han tenido que inventar un lazo para poder, más o menos lógicamente, conciliar el bien permanente de todos con el principio de la absoluta libertad individual, y este modo de conciliación lo han hallado adoptando otro principio; el de la armonía por la ley natural.
Haz lo que quieras que, ciertamente, dicen espontáneamente, naturalmente, no querrás sino aquello que no pueda perjudicar el igual derecho de los demás a hacer lo que quieran.
“Nuestra libertad -me decía un amigo- no lesionará la libertad de los demás. Como los astros gravitando en torno del propio centro recorren trayectorias espaciales, del propio modo los hombres podrán recorrer su propia línea de libertad sin confundirse nunca y sin degenerar en el caos.” Y otros, sustituyendo la astronomía por la fisiología, hablan de una “simpática aglomeración de células en los vegetales y en los animales”, y de la formación de los cristales otros, pasando de ese modo revista a todas las ciencias naturales.
Pero de los cristales contrahechos, de la lucha por la existencia, de las catástrofes cósmicas, de las enfermedades, de toda la infinita suma de desastres y de dolores que también existen en la naturaleza, nadie se acuerda.
La desarmonía, el antagonismo de intereses, son consecuencias de las instituciones presentes. Destruid el Estado, respetad la completa libertad de comercio, de la banca, de la casa de moneda; que el derecho de posesión de la tierra esté limitado por la obligación de cultivarla; que sea libre, completamente libre la competencia, dicen los anarquistas individualistas de la escuela de Tucker, y la paz reinará en el mundo: la renta económica, o sea la diferencia de valor, por productividad y por posición, de las varias partes del suelo desaparecerá naturalmente y la competencia nos conducirá naturalmente a la más provechosa utilización de las fuerzas naturales a beneficio de todos.
Destruid el Estado y la propiedad individual -dicen los anarquistas individualistas de la escuela comunista (la cosa existe a pesar de la aparente contradicción de los términos)- y todo marchará bien; todos estarán naturalmente de acuerdo; todos trabajarán porque el trabajo es una necesidad fisiológica; la producción corresponderá siempre y naturalmente a los pedidos de los consumidores y no habrá necesidad de pactos ni de reglas porque... haciendo cada uno lo que quiera se hallará que sin saberlo ni quererlo habrá hecho lo que querían los demás.
Así es que, yendo hasta el fondo de la cosa, nos hallamos con que el anarquismo individualista no es más que una especie de armonismo, de providencialismo.
Según mi modo de ver, los principios del individualismo son completamente erróneos.
El individuo humano no es un ser independiente de la sociedad, sino su producto. Sin sociedad no habría podido salir de la esfera de la animalidad brutal y transformarse en un verdadero hombre, y fuera de la sociedad retornaría más o menos rápidamente a la primitiva animalidad.
El doctor Stokmann del Enemigo del pueblo de Ibsen, que irritado por no verse comprendido y seguido por la población exclama que “el hombre más fuerte es el que está más sólo”, y que algunos han tomado por anarquista cuando no es más que un aristócrata, decía un solemne despropósito. Si él sabía más que los demás y podía mucho más que los demás, era porque había vivido más que los demás en comunicación intelectual con los hombres presentes y pasados, porque se había beneficiado más que los otros de la sociedad y por tanto debía a ésta mucho más que los demás individuos.
El hombre puede ser en la sociedad libre o esclavo, feliz o infeliz, pero en la sociedad debe permanecer, porque ésta es la condición de su ser de hombre. Por consiguiente, en lugar de aspirar a una autonomía nominal e imposible, debe buscar las condiciones de su libertad y de su felicidad en el acuerdo con los demás hombres, modificando de acuerdo con ellos aquellas instituciones que no les convengan.
Vana es, y completamente desmedida por los hechos, la creencia en una ley natural en virtud de la cual la armonía entre los hombres se establece automáticamente, sin necesidad de su acción consciente y querida.
Aún destruido el Estado y la propiedad individual, la armonía no nace espontáneamente, como si la naturaleza se ocupara del bien y del mal de los hombres, sino que es necesario que los mismos hombres produzcan, establezcan esa armonía.
El armonismo -la fe en una ley natural en virtud de la cual todas las cosas se arreglarán por si mismas a las mil maravillas- está en el fondo de las ideas de los individualistas y que únicamente con este armonismo podían éstos conciliar su ferviente y sincero deseo del bienestar de todos con su ideal de una sociedad en la que cada uno disfrute de una libertad absoluta sin necesidad de establecer pactos ni tener que llegar a una transacción con nadie.
A decir verdad, un fondo de armonismo, o dicho también de otro modo, de fatalismo optimista, se halla asimismo en todos los anarquistas y tal vez en todos los socialistas modernos de las escuelas más diversas. Depende esto de varias y opuestas causas: hay un poco de sobrevivencia de las ideas religiosas según las cuales el mundo ha sido creado y ordenado para bien de los hombres; un poco de influencia de los economistas que intentaron justificar con una pretendida armonía de intereses los privilegios de la burguesía; un poco el favor casi exclusivo que gozaron las ciencias naturales y también el deseo de embellecer y hacer fáciles las cosas para el mejor éxito de la propaganda y lo cómodo que resulta siempre saltar a pies juntos por encima de las dificultades y no tomar la molestia de afrontarlas y resolverlas. Y los individualistas tienen únicamente la culpa, o el mérito, de haber sacado las consecuencias lógicas del error de todos.
Pero el haberse equivocado todos más o menos no es una razón para perseverar en el error. La pretendida armonía que reina en la naturaleza significa tan sólo esto: si un hecho existe, quiere decir que se han verificado las condiciones necesarias y suficientes para la existencia del hecho.
La naturaleza no tiene finalidad o, en todo caso, no tiene las finalidades humanas: para ella la muerte, los dolores, los estragos de los seres vivos son indiferentes y pueden ser elementos de su “armonía”. El hecho de que el gato se coma al ratón es un hecho natural y por tanto perfectamente en armonía con el orden cósmico, pero si interrogáramos a los ratones acaso nos responderían que esta armonía la encuentran excesivamente desafinada.
Es ley natural que los seres vivos tengan que nutrirse y que, por consiguiente, el número y la fuerza de los vivientes están limitados por la cantidad de alimentos adaptados para cada especie; pero la naturaleza mantiene el límite, indiferentemente, con los estragos, el hambre, las degeneraciones, y los ejemplos se podrían multiplicar hasta lo infinito.
Para poder hacer ver Carlos Fourier cuán superior es la naturaleza al arte, se sirvió de un parangón que se ha hecho clásico a fuerza de repetirlo. “Poned dentro de un vaso muchas piedrecitas de distintos colores, agitadlas, vaciad luego el vaso sobre una mesa y obtendréis una combinación de colores que ningún pintor será capaz de hallar.” Es muy posible... pero seguramente no se obtendrá tampoco una madonna del Tiziano; no obtendréis tampoco aquello que hubierais querido, por feo que fuese lo deseado. Y esto es lo esencial.
La verdad es que esta ley misteriosa en virtud de la cual la naturaleza, providencia benéfica, tendría que hacer las cosas a gusto de los hombres, es un absurdo que todos los hechos contradicen y que ni por un momento resiste al examen. Se puede concebir el fatalismo, por más que éste contradiga todos los móviles que nos hacen obrar; pero el fatalismo optimista, un hado inteligente que se ha preocupado de la felicidad de las generaciones humanas, es una cosa verdaderamente inconcebible.
¿Cómo es posible que esta ley de armonía haya tardado millones de siglos a entrar en funciones, esperando precisamente a que los anarquistas proclamen la anarquía?
El Estado y la propiedad individual son, ciertamente, la causa de los más graves antagonismos sociales presentes; pero estas instituciones no pueden haber sido producidas por una milagrosa suspensión de las leyes de la naturaleza y forzosamente han de ser el efecto de antagonismos preexistentes. Destruidas, se reproducirían otra vez, si los hombres no procurasen arreglar de otro modo aquellos conflictos que les dieron nacimiento.
Conflictos de intereses y de pasiones existen y existirán siempre, pues aunque se pudiese eliminar los existentes hasta el punto de conseguir un acuerdo automático entre los hombres, otros conflictos se presentarían a cada nueva idea que germinase en un cerebro humano. De hecho, ¿cómo imaginarse que cuando se produzca un deseo nuevo en un individuo los
cerebros de los demás hombres vayan a modificarse inmediatamente y de modo que estén dispuestos a acoger favorablemente aquel deseo? ¿Cómo creer que toda nueva idea vaya a ser inmediatamente aceptada por todo el mundo? Además, ¿serán justas todas las ideas nuevas? ¿Ya no se dirán más disparates? ¿O es que se imaginan que el ambiente será tan uniforme que suprimirá toda la diferencia inicial entre los hombres y que todos se desarrollarán sincrónicamente con matemática igualdad?
¡Y aun sería necesario que esta uniformidad de muerte fuese querida por los hombres, pues que la naturaleza entregada a sí misma produce siempre nuevas variedades!
Es necesario no contentarse con vanas palabras. Cuando se dice que “la libertad de un individuo halla, no el límite, sino el complemento en la libertad de los demás”, se expresa en forma afirmativa un ideal sublime, acaso el más perfecto que pueda asignarse a la evolución social; pero si con ello se entiende afirmar un hecho positivo, actual, o que podría actuarse después de destruir las instituciones presentes, se cambia simplemente la realidad objetiva por las concepciones ideales de nuestro cerebro. Dejando a un lado la opresión que soportamos como proletarios y como gobernados ¡cuántas cosas no haríamos y que dejamos de hacer para no disgustar o incomodar a los demás! Podemos abstenemos voluntariamente y aun hallar placer en sacrificarnos a la comunidad; pero nos gustaría mucho más que los demás hombres tuviesen gustos y necesidades diferentes que nos permitieran hacer aquello que nos gusta, y esto prueba que muchas veces nuestra libertad halla un límite en la libertad de los demás.
Y no es que entendamos hablar únicamente de los “gustos y caprichos”, ciertamente respetables, pero secundarios. Los conflictos se producen también naturalmente en la esfera de la satisfacción de las necesidades esenciales y a los hombres corresponde eliminarlos o suavizarlos para el mayor bien de todos. Uno puede tener deseo o necesidad de comer una cosa que no puede procurarse sin quitarla a otro, ocupar un puesto que ocupa ya otro, etc., etc. Podrá proveerse para que toda clase de alimentos puedan estar a disposición de todos, para que todos puedan acomodarse... pero es necesario proveer.
Decir que naturalmente, sin pactos, se producirá precisamente todo aquello que pueda desearse, significa prepararnos a recibir desilusiones terribles; significa, en la práctica, renunciar a hacer, y por lo tanto colocarse en situación de tener que aguantar aquello que harán los demás.
Se dice que todos trabajarán porque el trabajo es un ejercicio higiénico y una necesidad orgánica la aplicación de las propias facultades. Es verdad; pero lo que no es verdad es que esta necesidad de ejercicio corresponda exactamente con la necesidad que los hombres tienen de los productos y que se adaptará espontáneamente a las condiciones impuestas por el instrumento de producción. Si cada uno estuviere convencido de que haciendo lo que mejor le place hace todo lo que debe porque todo marchará bien del mismo modo, ciertamente que muchos trabajos accesorios dejarían de hacerse porque no agradan a nadie y otros trabajos habrá que no podrán hacerse porque es necesario que un cierto número de individuos se pongan de acuerdo y respeten los acuerdos que tomen.
Verdad que la tierra puede alimentar abundantemente a todos sus habitantes y que el trabajo puede organizarse de modo que sea un placer, o un leve esfuerzo que todos harán voluntariamente.., pero es necesario organizarlo. Creer que trabajando cada uno a salga lo que saliere, cuando le parezca bien y como le parezca mejor, sin tener en cuenta lo que hagan los demás y sin coordinar y subordinar la propia actividad a la actividad colectiva, vamos a encontrarnos al final del año con que habremos producido el grano, las máquinas, los zapatos y las alcachofas necesarios para satisfacer los deseos de todos... es como si pusiéramos nuestro destino en manos de Dios.
No pretendo hablar aquí de aquellos que, con llamarse individualistas, creen justificarse de cualquier acción repugnante y que tienen tanto que ver con el anarquismo como los esbirros con el orden público del cual se creen defensores, o como los burgueses con los principios de moral y de justicia con los que a veces intentan defender sus homicidas privilegios.
Tampoco pretendo hablar de aquellos anarquistas que se llaman “individualistas en los medios”, los cuales, en la lucha que hoy combatimos, prefieren, o exclusivamente admiten la acción individual, sea porque la creen más eficaz, sea por medidas de prudencia, o porque temen que una organización cualquiera, una inteligencia colectiva cualquiera, redundaría en menoscabo de su libertad.
Hablaré del individualismo como filosofía, como concepción general de la naturaleza de las sociedades humanas y de las relaciones entre individuo y colectividad, en cuanto aquel individualismo está profesado (a veces hasta sin darse cuenta) por parte de los anarquistas.
Hay quien se llama individualista por creer que el individuo tiene derecho a su completo desarrollo físico, moral e intelectual y debe encontrar en la sociedad una ayuda, no un obstáculo, para alcanzar el máximo de felicidad posible. En este sentido todos somos individualistas y en este caso no se trata sino de una palabra o de un calificativo más o menos que nosotros no adoptamos para que no origine confusiones. Y no tan sólo somos individualistas en el sentido susodicho los socialistas y los anarquistas de todas las escuelas, sino que lo son también todos los hombres de cualquier escuela o partido, puesto que el individuo es el único ser senciente y consciente, y siempre que se habla de goces o de sufrimientos, de libertad o de esclavitud, de derechos, de deberes, de justicia, etc., nos referimos y no podemos dejar de referirnos sino a los individuos vivientes.
A veces no se trata sino de una simple cuestión de palabras que no vale la pena de hacerla caso. Pero a menudo existe realmente una importante diferencia de ideas entre aquellos que repudian el individualismo e importa determinar esa diferencia porque son graves las consecuencias que de ella se derivan, a pesar de que los objetivos finales de unos y otros sean los mismos. No hay motivo ni razón para mirarse rabiosamente y tratarse como adversarios por más que, desde que los anarquistas se han metido a “filósofos”, se ha originado una confusión tal de ideas y de palabras. que ya no hay modo de saber si estamos o no de acuerdo; pero urge que nos expliquemos bien, siquiera para desembarazarnos para siempre de cuestiones abstractas que absorben la entera actividad de algunos anarquistas en detrimento del trabajo de verdadera propaganda.
Examinando todo lo que han dicho y escrito los anarquistas individualistas, descubrimos la coexistencia de dos ideas fundamentales, contradictorias, que muchos no afirman explícitamente, pero que en una u otra forma las hallamos siempre, y a menudo hasta en las ideas de muchos anarquistas que no suelen llamarse individualistas.
La primera de estas ideas consiste en considerar la sociedad como un agregado de individuos autónomos, completos en sí mismos, que no tienen razón de estar juntos sí no hallan su propio interés y que pueden separarse cuando hallaren que las ventajas que la sociedad les ofrece no compensan los sacrificios de libertad individual que la sociedad les exige. En suma, consideran la sociedad humana como si fuese una especie de compañía comercial que deja o tendría que dejar libre a los socios que forman parte de ella según sus conveniencias. Hoy, dicen los que así piensan, como algunos pocos individuos han acaparado todas las riquezas naturales o producidas, los demás vienen obligados a observar a la fuerza leyes impuestas por la sociedad o por los individuos que en la sociedad imperan; pero si la tierra, si los medios de trabajo fuesen libres para todos, y si la fuerza organizada de una clase no esclavizara al pueblo, nadie vendría obligado a vivir en sociedad cuando su interés le aconsejase diferentemente. Y como que una vez satisfechas las necesidades materiales la suprema necesidad del hombre es la libertad, cualquier forma de convivencia que exigiere el más mínimo sacrificio de la voluntad individual, tiene que repudiarse. Haz lo que quieras, tomado en el sentido más estrecho y absoluto de la frase, es el principio supremo, la regla única de la conducta.
Pero, de otra parte, admitidos el individuo autónomo y su absoluta, ilimitada libertad, se deriva que, apenas los intereses se hallan en antagonismo y las voluntades varían, surge la lucha, y en la lucha unos quedan vencedores y vencidos los otros y, por lo tanto, se vuelve a la opresión y a la explotación que quería evitarse. Por esto los anarquistas individualistas, que a nadie ceden en su ardiente deseo del bien para todos, han tenido que inventar un lazo para poder, más o menos lógicamente, conciliar el bien permanente de todos con el principio de la absoluta libertad individual, y este modo de conciliación lo han hallado adoptando otro principio; el de la armonía por la ley natural.
Haz lo que quieras que, ciertamente, dicen espontáneamente, naturalmente, no querrás sino aquello que no pueda perjudicar el igual derecho de los demás a hacer lo que quieran.
“Nuestra libertad -me decía un amigo- no lesionará la libertad de los demás. Como los astros gravitando en torno del propio centro recorren trayectorias espaciales, del propio modo los hombres podrán recorrer su propia línea de libertad sin confundirse nunca y sin degenerar en el caos.” Y otros, sustituyendo la astronomía por la fisiología, hablan de una “simpática aglomeración de células en los vegetales y en los animales”, y de la formación de los cristales otros, pasando de ese modo revista a todas las ciencias naturales.
Pero de los cristales contrahechos, de la lucha por la existencia, de las catástrofes cósmicas, de las enfermedades, de toda la infinita suma de desastres y de dolores que también existen en la naturaleza, nadie se acuerda.
La desarmonía, el antagonismo de intereses, son consecuencias de las instituciones presentes. Destruid el Estado, respetad la completa libertad de comercio, de la banca, de la casa de moneda; que el derecho de posesión de la tierra esté limitado por la obligación de cultivarla; que sea libre, completamente libre la competencia, dicen los anarquistas individualistas de la escuela de Tucker, y la paz reinará en el mundo: la renta económica, o sea la diferencia de valor, por productividad y por posición, de las varias partes del suelo desaparecerá naturalmente y la competencia nos conducirá naturalmente a la más provechosa utilización de las fuerzas naturales a beneficio de todos.
Destruid el Estado y la propiedad individual -dicen los anarquistas individualistas de la escuela comunista (la cosa existe a pesar de la aparente contradicción de los términos)- y todo marchará bien; todos estarán naturalmente de acuerdo; todos trabajarán porque el trabajo es una necesidad fisiológica; la producción corresponderá siempre y naturalmente a los pedidos de los consumidores y no habrá necesidad de pactos ni de reglas porque... haciendo cada uno lo que quiera se hallará que sin saberlo ni quererlo habrá hecho lo que querían los demás.
Así es que, yendo hasta el fondo de la cosa, nos hallamos con que el anarquismo individualista no es más que una especie de armonismo, de providencialismo.
Según mi modo de ver, los principios del individualismo son completamente erróneos.
El individuo humano no es un ser independiente de la sociedad, sino su producto. Sin sociedad no habría podido salir de la esfera de la animalidad brutal y transformarse en un verdadero hombre, y fuera de la sociedad retornaría más o menos rápidamente a la primitiva animalidad.
El doctor Stokmann del Enemigo del pueblo de Ibsen, que irritado por no verse comprendido y seguido por la población exclama que “el hombre más fuerte es el que está más sólo”, y que algunos han tomado por anarquista cuando no es más que un aristócrata, decía un solemne despropósito. Si él sabía más que los demás y podía mucho más que los demás, era porque había vivido más que los demás en comunicación intelectual con los hombres presentes y pasados, porque se había beneficiado más que los otros de la sociedad y por tanto debía a ésta mucho más que los demás individuos.
El hombre puede ser en la sociedad libre o esclavo, feliz o infeliz, pero en la sociedad debe permanecer, porque ésta es la condición de su ser de hombre. Por consiguiente, en lugar de aspirar a una autonomía nominal e imposible, debe buscar las condiciones de su libertad y de su felicidad en el acuerdo con los demás hombres, modificando de acuerdo con ellos aquellas instituciones que no les convengan.
Vana es, y completamente desmedida por los hechos, la creencia en una ley natural en virtud de la cual la armonía entre los hombres se establece automáticamente, sin necesidad de su acción consciente y querida.
Aún destruido el Estado y la propiedad individual, la armonía no nace espontáneamente, como si la naturaleza se ocupara del bien y del mal de los hombres, sino que es necesario que los mismos hombres produzcan, establezcan esa armonía.
El armonismo -la fe en una ley natural en virtud de la cual todas las cosas se arreglarán por si mismas a las mil maravillas- está en el fondo de las ideas de los individualistas y que únicamente con este armonismo podían éstos conciliar su ferviente y sincero deseo del bienestar de todos con su ideal de una sociedad en la que cada uno disfrute de una libertad absoluta sin necesidad de establecer pactos ni tener que llegar a una transacción con nadie.
A decir verdad, un fondo de armonismo, o dicho también de otro modo, de fatalismo optimista, se halla asimismo en todos los anarquistas y tal vez en todos los socialistas modernos de las escuelas más diversas. Depende esto de varias y opuestas causas: hay un poco de sobrevivencia de las ideas religiosas según las cuales el mundo ha sido creado y ordenado para bien de los hombres; un poco de influencia de los economistas que intentaron justificar con una pretendida armonía de intereses los privilegios de la burguesía; un poco el favor casi exclusivo que gozaron las ciencias naturales y también el deseo de embellecer y hacer fáciles las cosas para el mejor éxito de la propaganda y lo cómodo que resulta siempre saltar a pies juntos por encima de las dificultades y no tomar la molestia de afrontarlas y resolverlas. Y los individualistas tienen únicamente la culpa, o el mérito, de haber sacado las consecuencias lógicas del error de todos.
Pero el haberse equivocado todos más o menos no es una razón para perseverar en el error. La pretendida armonía que reina en la naturaleza significa tan sólo esto: si un hecho existe, quiere decir que se han verificado las condiciones necesarias y suficientes para la existencia del hecho.
La naturaleza no tiene finalidad o, en todo caso, no tiene las finalidades humanas: para ella la muerte, los dolores, los estragos de los seres vivos son indiferentes y pueden ser elementos de su “armonía”. El hecho de que el gato se coma al ratón es un hecho natural y por tanto perfectamente en armonía con el orden cósmico, pero si interrogáramos a los ratones acaso nos responderían que esta armonía la encuentran excesivamente desafinada.
Es ley natural que los seres vivos tengan que nutrirse y que, por consiguiente, el número y la fuerza de los vivientes están limitados por la cantidad de alimentos adaptados para cada especie; pero la naturaleza mantiene el límite, indiferentemente, con los estragos, el hambre, las degeneraciones, y los ejemplos se podrían multiplicar hasta lo infinito.
Para poder hacer ver Carlos Fourier cuán superior es la naturaleza al arte, se sirvió de un parangón que se ha hecho clásico a fuerza de repetirlo. “Poned dentro de un vaso muchas piedrecitas de distintos colores, agitadlas, vaciad luego el vaso sobre una mesa y obtendréis una combinación de colores que ningún pintor será capaz de hallar.” Es muy posible... pero seguramente no se obtendrá tampoco una madonna del Tiziano; no obtendréis tampoco aquello que hubierais querido, por feo que fuese lo deseado. Y esto es lo esencial.
La verdad es que esta ley misteriosa en virtud de la cual la naturaleza, providencia benéfica, tendría que hacer las cosas a gusto de los hombres, es un absurdo que todos los hechos contradicen y que ni por un momento resiste al examen. Se puede concebir el fatalismo, por más que éste contradiga todos los móviles que nos hacen obrar; pero el fatalismo optimista, un hado inteligente que se ha preocupado de la felicidad de las generaciones humanas, es una cosa verdaderamente inconcebible.
¿Cómo es posible que esta ley de armonía haya tardado millones de siglos a entrar en funciones, esperando precisamente a que los anarquistas proclamen la anarquía?
El Estado y la propiedad individual son, ciertamente, la causa de los más graves antagonismos sociales presentes; pero estas instituciones no pueden haber sido producidas por una milagrosa suspensión de las leyes de la naturaleza y forzosamente han de ser el efecto de antagonismos preexistentes. Destruidas, se reproducirían otra vez, si los hombres no procurasen arreglar de otro modo aquellos conflictos que les dieron nacimiento.
Conflictos de intereses y de pasiones existen y existirán siempre, pues aunque se pudiese eliminar los existentes hasta el punto de conseguir un acuerdo automático entre los hombres, otros conflictos se presentarían a cada nueva idea que germinase en un cerebro humano. De hecho, ¿cómo imaginarse que cuando se produzca un deseo nuevo en un individuo los
cerebros de los demás hombres vayan a modificarse inmediatamente y de modo que estén dispuestos a acoger favorablemente aquel deseo? ¿Cómo creer que toda nueva idea vaya a ser inmediatamente aceptada por todo el mundo? Además, ¿serán justas todas las ideas nuevas? ¿Ya no se dirán más disparates? ¿O es que se imaginan que el ambiente será tan uniforme que suprimirá toda la diferencia inicial entre los hombres y que todos se desarrollarán sincrónicamente con matemática igualdad?
¡Y aun sería necesario que esta uniformidad de muerte fuese querida por los hombres, pues que la naturaleza entregada a sí misma produce siempre nuevas variedades!
Es necesario no contentarse con vanas palabras. Cuando se dice que “la libertad de un individuo halla, no el límite, sino el complemento en la libertad de los demás”, se expresa en forma afirmativa un ideal sublime, acaso el más perfecto que pueda asignarse a la evolución social; pero si con ello se entiende afirmar un hecho positivo, actual, o que podría actuarse después de destruir las instituciones presentes, se cambia simplemente la realidad objetiva por las concepciones ideales de nuestro cerebro. Dejando a un lado la opresión que soportamos como proletarios y como gobernados ¡cuántas cosas no haríamos y que dejamos de hacer para no disgustar o incomodar a los demás! Podemos abstenemos voluntariamente y aun hallar placer en sacrificarnos a la comunidad; pero nos gustaría mucho más que los demás hombres tuviesen gustos y necesidades diferentes que nos permitieran hacer aquello que nos gusta, y esto prueba que muchas veces nuestra libertad halla un límite en la libertad de los demás.
Y no es que entendamos hablar únicamente de los “gustos y caprichos”, ciertamente respetables, pero secundarios. Los conflictos se producen también naturalmente en la esfera de la satisfacción de las necesidades esenciales y a los hombres corresponde eliminarlos o suavizarlos para el mayor bien de todos. Uno puede tener deseo o necesidad de comer una cosa que no puede procurarse sin quitarla a otro, ocupar un puesto que ocupa ya otro, etc., etc. Podrá proveerse para que toda clase de alimentos puedan estar a disposición de todos, para que todos puedan acomodarse... pero es necesario proveer.
Decir que naturalmente, sin pactos, se producirá precisamente todo aquello que pueda desearse, significa prepararnos a recibir desilusiones terribles; significa, en la práctica, renunciar a hacer, y por lo tanto colocarse en situación de tener que aguantar aquello que harán los demás.
Se dice que todos trabajarán porque el trabajo es un ejercicio higiénico y una necesidad orgánica la aplicación de las propias facultades. Es verdad; pero lo que no es verdad es que esta necesidad de ejercicio corresponda exactamente con la necesidad que los hombres tienen de los productos y que se adaptará espontáneamente a las condiciones impuestas por el instrumento de producción. Si cada uno estuviere convencido de que haciendo lo que mejor le place hace todo lo que debe porque todo marchará bien del mismo modo, ciertamente que muchos trabajos accesorios dejarían de hacerse porque no agradan a nadie y otros trabajos habrá que no podrán hacerse porque es necesario que un cierto número de individuos se pongan de acuerdo y respeten los acuerdos que tomen.
Verdad que la tierra puede alimentar abundantemente a todos sus habitantes y que el trabajo puede organizarse de modo que sea un placer, o un leve esfuerzo que todos harán voluntariamente.., pero es necesario organizarlo. Creer que trabajando cada uno a salga lo que saliere, cuando le parezca bien y como le parezca mejor, sin tener en cuenta lo que hagan los demás y sin coordinar y subordinar la propia actividad a la actividad colectiva, vamos a encontrarnos al final del año con que habremos producido el grano, las máquinas, los zapatos y las alcachofas necesarios para satisfacer los deseos de todos... es como si pusiéramos nuestro destino en manos de Dios.
ORTO Revista Cultural de ideas Ácratas, Apartado de Correos nº 322, 08910 Badalona.
1 Comments:
At 10:40 a. m., Anónimo said…
Interesting website with a lot of resources and detailed explanations.
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